Vitiligo.
- Miguel Ángel Flores Hernández
- 3 may 2016
- 3 Min. de lectura

En CUTonalá
“¡Pinche indio bajado del cerro a tamborazos!”, “¡Mira nada más la cara de nopal, que no puede con ella!”, “¡Qué naca, parece de esas inditas paperas!”, “¡ay!, obvio los oaxaquitas trabajan en los que sea”, “A leguas se le ve el nopal en la frente”, “Uy, ya te vieron los huaraches”
¡Cuántas veces hemos escuchado enunciados peyorativos, dirigidos a indígenas, o a personas con rasgos similares a éste importante sector de la población!
Y es que parece que huimos de una feroz maldición que quema en la piel. Como si la pigmentación morena fuese una alegoría de un pasado tétrico y sumiso, al parecer algunos encuentran consuelo en el vitíligo, ya que éste se caracteriza por la aparición de manchas o puntos blancos en la piel.
Podría exponer ideas vagas y exhortarlos a que ayuden a “nuestros” indígenas, pero, por principio de cuentas; por qué decir que son “nuestros”, por qué el afán de utilizar este pronombre posesivo, para consciente o inconscientemente tratar de adjudicarnos a grupos vulnerables como: “nuestras mujeres”, “nuestros niños”, “nuestros ancianos”. Como si se tratasen de mercancías, o sólo números, registros, y no de personas. No. No nos pertenecen, pero tampoco somos ajenos a ellos. Debemos entender que son grupos con distintas características, distinto bagaje cultural, distinta cosmovisión, distintas costumbres, gustos y cualidades.
No pretendo hacer aproximaciones victimistas hacia los indígenas. Todo lo contrario.
Y es que, los pueblos indígenas se encuentran entre las poblaciones más vulnerables, desfavorecidas y marginadas del mundo. Las Naciones Unidas estiman que suman más de 370 millones de personas que viven en unos 90 países. Constituyen aproximadamente el 5 por ciento de la población mundial y, de acuerdo con el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola, constituyen el 15 por ciento de los pobres del mundo y un tercio de los extremadamente pobres. En América Latina, la población indígena se estima en unos 40 millones de personas que, por lo general, enfrentan altos niveles de pobreza, un bajo acceso a la salud, la educación y otros servicios y por si fuera poco un alto nivel de discriminación.
Pero, no estoy aquí para hablarles de cifras, de números, ni de revoluciones, insurrecciones, tácticas, estrategias, coyunturas, parteaguas, ni de el-pueblo-unido-jamás-será-vencido, el si-zapata-viviera-con-nosotros, ni del ser-joven-y-no ser-revolucionario es una contradicción hasta biológica, tampoco del vivos-se-los llevaron-vivos-los-queremos. NO.
Estoy aquí, para invitarlos a que se salgan de la universidad. Que no se queden en ella. Que la universidad, con todo y ser universal, es limitada. Que allá afuera hay también otro universo y son necesarios y necesarias para fomentar la tolerancia. Que allá afuera están los indígenas, los homosexuales, los discapacitados, los migrantes en tránsito, los niños, las mujeres, los indigentes, los ancianos, que los volteen a ver como seres humanos y no como un número. Que no hagamos de la juventud que tenemos el pretexto para intentar hegemonizar y homogeneizar al otro alumno, al otro profesor, al otro trabajador, al otro diferente.
A los profesores, los exhorto a que enseñen a aprender. Que vean y enseñen a ver todo, incluyéndonos a los vulnerables, -ya que debemos entender que TODOS, de una u otra forma, somos vulnerables-, con espíritu crítico y científico. Que enseñen y se enseñen a ver al otro, porque verlo es respetarlo, y respetar al otro es respetarse a uno mismo, como bien los señalaba Marcos, en su visita ya hace años, en la UNAM. Que no permitan que su trabajo de docencia e investigación sea tasado según la lógica mercantil, donde importa el volumen de cuartillas y no los conocimientos que se producen, donde sólo vale la firma al pie del desplegado en apoyo al señor rector, donde el criterio para que un proyecto tenga presupuesto es el número de horas invertido en audiencias y cortejos a funcionarios grises y analfabetas. No.
Que éste, un Centro multitemático y transdisciplinar, sea un recinto en donde salga graduado un ser humano tolerante, con espíritu crítico, y con ánimos de transformar, para bien, el entorno que lo rodea, y no el código 210359201.
Y es que, saben, yo vengo de descendencia indígena, mis abuelos eran gente de esa de la de antes, de la de pueblo. La que estaba hecha de barro, con huesos de roble y corazón de fuego. No de la hoy en día, de esa que está hecha moléculas, partículas, citoplasmas y no sé qué tantas cosas más. Y fueron ellos los que inculcaron a mi madre el respeto, la tolerancia, y el sentirse orgulloso de ser lo que somos, de ver al otro, porque verlo es respetarlo, y respetar al otro es respetarse a uno mismo.
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