Guamúchil seco en tierra fértil.
- Miguel Ángel Flores Hernández
- 18 nov 2015
- 4 Min. de lectura
Muchas son las historias épicas que se cuentan de generación en generación, los de antes, suponen que su etapa fue la mejor, que se vivieron mejores tiempos, que los hombres eran buenos, y quizá esto tenga mucho de verdad, pero como todo, esto se vuelve relativo.
Un día platiqué con un anciano, que al compás de su mecedora llevaba la métrica de sus leyendas, enterregado de pies, y hueco de preocupaciones, sus ojos con cataratas dirigían a ningún lugar ésa mirada que un día fue testigo de lo que entre sigilos me narraba.
Me comentó de tierras gordas mismas que araba con el vigor de su juventud, de muchachas con cachetes chapeteados, que acarreaban el agua del viejo pozo y que en los días en que se celebraba al viejo patrono del pueblo, el ejercicio del acarreo, daba frutos en su silueta femenina envuelta en un vestido de gala.
El pueblo era sereno de noche, claro, no faltaba el trasnochado que salía de la cantina con unos buenos tequilas encima, y con el sopor que la luna iba dejando, se animaba a llevarle gallo a su mujer amada, pero eso sí, al día siguiente no faltaba a la siembra, ya que según decía el anciano “no hay cruda que no cure el campo.”
Tempranito en la mañana iba con un bolillo recién horneado de la única panadería que había en el pueblo, con leche bronca se preparaba un “pajarete” y se disponía a hacer lo que más le gustaba; arar su tierra.
Secaba su sudor con un pañuelo de algodón y para hidratarse sacaba su pequeña garrafa de barro, de ésas de la que ya no hacen ahora. En su rato de descanso se postraba bajo un árbol de guamúchil y miraba el horizonte de sus tierras gordas, fijaba sus ojos en las pocas casas de adobe que existían e imaginaba lo que en ellas pasaba, el soplar terso del viento y el bullicio de los vastos animales, sonaban como una melodía de fondo, el cielo fracturado por nubes que anunciaba el ligero rocío de medio día, era cuarteado por parvadas de pájaros, mismos que irrumpían el nuevo cuento que el anciano, entonces joven, creaba acerca de las casas de adobe, para dar lugar a un nuevo sueño; el poder volar como ave.
Aletargado, se sometía en los brazos de Xoaltecuhtli, -dios del sueño- sin saber exactamente dónde termina la realidad y comienza el sueño.
En seguida, iba en una nube como de pompas de jabón, comiendo pitayas, pasando por los ríos, que por el reflejo de los peces parecían caudalosos arcoíris sin fin. Sobre las montañas, se reflejaba el impetuoso brillo del sol como de miel, la velocidad del viaje dibujaba un rictus de sonrisa. Salió de la atmosfera, y fue entonces que miro a la tierra en todo su esplendor; un volcán hacía erupción en lo que él creía era Japón, el violento Océano Índico dibujaba rostros que sólo a esa distancia se podían ver, las luces eléctricas de las principales ciudades Europeas hacían ver al pequeño continente como un árbol de navidad, el anciano contemplaba esto bebiendo aguamiel y dispuesto a saltar desde donde se encontraba y sumergirse en las aguas de su creación, dio el gran salto y ¡pum! Un hombre güero lo despertó de su letargo, diciéndole que le interesaba su producto y lo invitó a charlar.
Llegaron a la humilde casa del viejo, entre promesas y engaños el anciano firmó papeles quesque para financiar un tractor y venderle su producto a un tal Míster Heinz.
Poco a poco todo fue cambiando, no había yeguas sino tractores, a la panadería llegaron grandes maquinas que hacían pan más rápido, pero menos sabroso, al río le metieron unos tubotes, y las muchachas ya no iban a acarrear el agua, sino a trabajar a la fábrica donde machucaban los jitomates y los hacían salsa capsu.
Ya poco quedaba de aquella nube en la que viajaba. Cuando lo hacía, llegaba un tipo fortachón y güero a presionarlo a trabajar. El frondoso árbol de guamúchil ya ni sombra daba.
-Ya no nos dejaban soñar. Con voz quebrantada el anciano levantaba su rostro al cielo, como buscando algo que le fue robado.
A los pocos días asistí al sepulcro de aquél anciano, pocos fueron los asistentes, ya que muchos querían cubrir horas extras en la fábrica que él vio nacer. Ni una corona, ni un racimo de flores, ¡ni una palabra vaya!, se hizo presente en el panteón por parte de la trasnacional.
Sólo el cielo le regaló su vieja nube, misma que soltó el llanto dejándonos empapados a los pocos que asistimos y a otros tantos haciéndolos correr.
Poco entiendo de política y de economía mundial, lo que sé, es que sólo somos parte de un engranaje, somos números, cifras, datos de un sistema que cada día nos traga y lo seguirá haciendo mientas que nosotros mismos no nos humanicemos, mientras que sigamos viendo manifestaciones tales como los indignados en España, los sindicalistas estudiantiles chilenos, o los Occupy Wall Street de Estados Unidos, (por mencionar tres) y pensemos: “bola de revoltosos sin quehacer”, “pónganse a trabajar”. Trabajar por trabajar sólo crea un sistema económico, en el cual según creo, somos el asfalto que sostiene lozas cubiertas por el más fino mármol, pero que por dentro sólo traen estiércol.
Hemos dejado de soñar, de crear historias, de vagar bajo la lluvia, de mirar a los ojos a la persona amada y perdernos en sus océanos, de contemplar el ocaso sin preocuparnos por las cuentas bancarias, de observar las estrellas e imaginar mundos distintos, de perdernos en los bosques internos del ¿por qué? hemos dejado de pensar en los demás y nos volvemos individualistas perfumados, preocupados por nuestros peinados y por la mancha que llevamos en la camisa, hemos dejado atrás la sed de luchar y no digo derramando sangre, sino, derramando sensatez.
Hemos dejado nuestro tiempo y espacio para ellos, los que ni siquiera nos conocen, hemos dejado tanto y tanto, que nos desconocemos y se nos hace extraño escuchar acerca de la nube de aquél anciano, aunque por estaciones del año ésta se empeñe en empaparnos, nosotros corremos temerosos a secarnos a nuestras madrigueras, viendo cómo pasa la vida y pidiéndole a una deidad que nos resuelva.

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